Por qué querer malas hierbas en tu patio, en tu pueblo y debajo de tu lengua

La anterior residencia se dedicó a la mitología abulense pero en el curso de la búsqueda de documentación de estos personajes salieron a la luz, a golpe de página, ritos, creencias, dichos, haceres y supersticiones que hacen referencia a un pensamiento mágico que a mi me gusta mucho y que es el de andar por casa, el que va en zapato de campo. 

Este tipo de agenciamientos cuasi-mágicos y definitivamente narrativos que tiene tener por certidumbre que si a una especie de cerezo le medio rompes una rama y un Juan y una María se pasan un bebé x número de veces bajo su sombra partida y que entonces el bebé se cura, me parece sublime. Tan sublime que cortaron los cerezos de la zona para que la gente no lo siguiera haciendo. De aquí se podría empezar a hilvanar historias de terror de por qué el pino y no el quejigo, por qué el eucalipto y no el roble; por qué existió toda una casta de monarcas corta-árboles y por qué no se puede plantar hileras de fresnos machos a ton ni son que luego se mueren todos.

Pero retomando hilo, estas “creencias blandas”, no institucionalizadas y para nada ortodoxas – fuera de esos espacios – son lo que llamaría, por decirlo con Donna Haraway, “técnicas de hacer mundo(s)”, world-making; que muta muy bien y de manera muy conveniente en word-making, es decir “hacer (con la) palabra”: ese cachito de mundo-palabra es, así mismo, herramienta y sujeto. El objeto de la narración y la forma de narrar a la vez. Es un todo descastado y sin taxonomías. Pequeño y deslavazado, incluso.

En la llaneza, aunque ciertamente cruda, de estos existires reside una de las estrategias más simples que se me ocurren para poner en valor frente al proceso inexorable de globalización y sus perjuicios a nivel simbólico, decididamente material y espiritual si me apuras: un cuento detallado pero no representativo. No es fruto de ningún acuerdo pero sí objeto de mil cinceladas. Una narración fuera del régimen de verdad, de la autoría, pero también fuera de la órbita de la suspensión de incredulidad. Tan inofensivo como una infusión de menta por la noche pero tan transportable como un cotilleo y, sin embargo, cuando has llegado a tu destino ha cambiado de forma al calor de tu bolsillo.

Lo que quiero decir es que un panorama cultural como el nuestro, obsesionado con lo representacional y lo visual, donde priman procesos que lo uniforman todo, desde las estéticas hasta los modos de hacer, es tan poderoso que no sepamos lo que la madre de Antonia, apellidada De La Flor, decía para que los lobos no se comiesen a la oveja que se había perdido aquella tarde… Ese responso que permaneció secreto incluso para su hija. El encanto del secreto de bruja reside en que puede tener mil itinerancias y a la vez ninguna. Nunca se escribió y pese o gracias a ello ahí estaba el corderito blanquinegro balando como loco camino abajo hacia el pueblo con el cielo oscurísimo ya.

Es así porque es así, pero también podría ser asá. Esa poética de “yaya”, que diría mi novia, es la que te permite contar la misma historia mil veces con pequeñas variaciones y la que, por citar al poeta Ocean Wong, nos hace a todxs participantes activos del futuro del lenguaje y desde luego no ebranca, es decir, corta las ramas, de otras formas de imaginación. A veces pienso que me interesa la escritura precisamente por eso, por estos márgenes de posibilidad (de contarnos) que se sienten agarrotados al mismo tiempo pero, sin embargo, en continua reactualización. Justamente, como esa mala hierba en tu patio de atrás.

Ros del Olmo

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